David Ocón
(Chontales, 1947 – Managua, 2018)
¿No oyes ladrar los perros?, ¿no oyes ladrar los perros?, es la pregunta desesperada del padre al hijo en el cuento de Juan Rulfo, esperanza incierta a cumplirse con fondo de ladridos. Los sonidos caninos se proyectarán lúgubres y decisivos, habrán llegado.
Vale la pena repasar historias de perros, recorrer en el arte y la literatura la figura del animal, fiera domesticada, ángel o demonio según llueva o truene.
A Cleopatra le decían cara de perro, señal de que los egipcios no quisieron asociar su sagaz inteligencia a la belleza, malas relaciones de la Reina de los Tolomeos con sus congéneres. En Pompeya un can petrificado en la lava yace por siempre con las patas para arriba, testimonio animal de la erupción del Vesubio. En los mosaicos romanos dibujos de perros presiden los zócalos de las mansiones encadenados en los vestíbulos para custodiar el lar. El Cancerbero todavía ladra a las almas que cruzan la Laguna Estigia en la barca de Caronte, bien cumple el monstruo su rol de déspota guardián.
Los perros de Tamayo le ladran a la luna ladridos amarillos, desde el plano inferior del cuadro arquean sus pescuezos apuntando al astro. «Un horizonte de perros ladra muy lejos del río», registra en su Romance Sonámbulo García Lorca, también «los perros ladran y un niño grita» en el poema dariano Del Trópico.
En los retratos de Goya los perros posan tranquilos a los pies de sus amos, los falderos junto a las marquesas, peinados con lacitos ridículos, los de cacería, serios y expectantes. Un perro le arrancó los güevos al teniente de la novela de Vargas Llosa, otro lame las llagas de San Lázaro, iconografía cristiana de la compasión.
Ficciones, representaciones, alegorías, vocablos, alguien dijo que la palabra perro no muerde por más que nos acompañe por siglos en el imaginario universal. Y así seguirán los cánidos en el desfile visual y escrito sin perturbar a nadie, vueltos galgos veloces en la caza de la zorra, deporte clásico de los ingleses o corriendo ordenados en los galgódromos de Tijuana y San Diego.
Los perritos french poodle bailan en las pistas de los circos vestidos con sombreritos y encajes, difícil recordar entre la música y el chischil de los panderos que tienen garras y colmillos afilados, el número provoca risas, conmiseración a la dignidad del animal menoscabada por su domador, nadie piensa en bestias, los chiquillos gozan viendo bailar a los perritos mientras consumen golosos rosados copos de algodón de azúcar. Nada presagia que, al otro lado del muro, en el patio oscuro, un joven veinteañero es destrozado por dos rottweiler y, un grupo de vecinos mira impasible el espectáculo sin apartarlos, están presentes policías que no accionan, bomberos acudiendo tarde, camarógrafos que filman sus videos. A dos horas de tortura la víctima muere desangrada, doscientos mordiscos le contaron.
Surge una pregunta lamentable en tiempo condicional pasado, inútil como todos, ¿hubiera sido otra la historia si la nacionalidad del muchacho no fuera justamente la nuestra?, quién sabe, pero esa noche extranjera, nos mordieron a todos.